Amanece… y Blancanieves se estira grácil y delicadamente, despertándose serena y descansada, ya peinada y maquillada.
En nuestra casa son las 7:30. Ha amanecido. A tu madre, querido hijo, la tiene que despertar tu padre, agitándola como unas maracas, para quitarla un poco de pereza y galbana de encima. De una manera poco distinguida y refinada, tropezando siempre con alguno de tus juguetes, se dirige al baño, despeinada, con ojeras y con la marca de las arrugas de la almohada en la cara.
Después de desayunar pan con mermelada, Caperucita Roja coge su hermosa cestita con los pasteles y se encamina saltando alegremente y respirando la primavera a casa de su abuelita.
Tu mamá, vestida con lo primero que se le ha caído encima al abrir el armario, desayuna su café con unas galletas de arroz, que se asemejan en color, forma y sabor al poliespan. No salta en casa porque no quiere que los vecinos del piso de abajo tengan otro válido motivo para creer que una servidora está como una auténtica regadera. Eso sí, tu madre es una experta en hacer un slalom freestyle entre tu triciclo, camiones, coches, piezas de lego y otros cientos de cosas más que se anidan en el suelo de casa.
Cenicienta canta jovialmente durante todo el día mientras limpia de arriba abajo la casa de su madrastra y una pandilla de ratones la sigue hipnotizada. Sus vestidos son harapos pero su corazón está lleno de júbilo y dicha.
Tu mamá, piccolo mío, vestida aún con el pijama, hace la cama (cuando la hace) en cuatro minutos y dieciocho segundos, limpia el baño en un cuarto de hora y pone la lavadora mientras se bebe el último sorbo del café y engulle sin saborear el último pedazo de poliespan o galleta de arroz. Utiliza el mango de la escoba para imitar a Madonna cantando berreando “laikavergin” mientras la vecina siniestra del piso de enfrente la observa aviesamente.
Y llegó el príncipe con su corcel blanco, besó a la princesa y se la llevó con él a su palacio de oro y turquesas.
Tu padre llega a la hora de cenar, deja su coche en la calle después de pasar más de un cuarto de hora para encontrar aparcamiento, coge las facturas y la propaganda del supermercado del buzón y sube las escaleras. Llega cansado a casa después de trabajar – verbo que los príncipes no conocen y, por lo tanto, no acostumbran a utilizar –, pero cuando abre la puerta sus ojos se iluminan porque te ve a ti. Después de abrazarte como si fueran años que no te veía, besa a tu madre, que tampoco es una princesa (aunque su nombre en hebreo signifique precisamente eso) y que no ha estado todo el día recogiendo bayas y flores en el bosque o danzando alegremente a orillas de un riachuelo…
Como ves, hijo mío, la realidad, al menos para nosotros, no se parece para nada a un cuento de hadas… Y sabes que te digo, que es mucho mejor así, tal y como es. Porque el amor que tus padres sentimos por ti es auténtico y real y ningún hechizo o encantamiento lograrán hacerlo desvanecer, jamás de los jamases.
Y además tu padre besa mejor que cualquier príncipe azul…